1. Breve relato del genocidio
Las hostilidades todavía eran retóricas el día primaveral en que el comandante Rudolf Höss arribó a una pequeña ciudad de la Alta Silesia, al suroeste de lo que hasta hacía ocho meses había sido Polonia. Era el 30 de abril de 1940 y, a pesar de que Inglaterra y Francia le habían declarado la guerra a Alemania el 1 de septiembre, ningún ejército había avanzado aún por el Frente Occidental. Solo faltaban 10 días, sin embargo, para que los nazis invadieran Bélgica y comenzara así la batalla relámpago que acabó con la capitulación del Gobierno francés el 25 de junio.
Höss, entonces de 39 años, colmó sus ambiciones en esos días de relativa paz. Cualquier otro observador habría visto en Oswiecim, Auschwitz en alemán, la deprimente vera de los ríos Sola y Vístula; pero para Hoess era la tierra prometida. Llevaba seis años de servicio en las SS, el cuerpo de élite de Adolf Hitler, y acababan de nombrarlo al frente de uno de los primeros campos de concentración del Lebensraum, del espacio vital para el pueblo ario.
Aquel día nadie, ni siquiera el propio Höss, imaginaba que Auschwitz se convertiría en lo que fue. No hacía mucho, en el verano, Reinhard Heydrich había dicho que el exterminio biológico de los judíos era indigno del pueblo alemán en cuanto nación civilizada. Heydrich después fue, claro, uno de los principales arquitectos del Holocausto. Sucedía que la Alta Silesia, a diferencia de la mayor parte de Polonia, se encontraba industrializada, y eso significaba que los judíos podían ser empleados allí como mano de obra esclava.
Sin embargo, los primeros prisioneros que llegaron a Auschwitz no eran judíos, ni siquiera polacos, sino 30 criminales alemanes que luego ascenderían a kapos (palabra que quizá provenía de “capo”, o “jefe” en italiano), hombres con poder absoluto sobre las víctimas judías, e incluso sobre los prisioneros de guerra aliados.
Porque las ambiciones de Höss no tenían ninguna relación con mandar sobre una cárcel común. En noviembre del 40, se reunió con el Reichsführer Heinrich Himmler y lo convenció de convertir Auschwitz en un centro agronómico e industrial. El conglomerado IG Farben se interesó por el proyecto, y Auschwitz, un campo de concentración sin entidad, se elevó entonces a la categoría de nodo de la red administrada por la SS. Y el lugar resultó ser ideal para que los nazis dieran rienda suelta a sus fantasías genocidas.
Pero Auschwitz no representó un papel destacado en las matanzas del 41 al 43. Recién en la primavera del 44, como resultado de la invasión de Hungría, donde había más de 770.000 judíos, y la desesperada situación militar del Tercer Reich, se convirtió en el escenario del mayor exterminio que ha conocido la historia humana.
Los nazis tuvieron que separar a los judíos que podían trabajar de los que no eran de ninguna utilidad para ellos, y a Höss se le encomendó la selección. Amplió al máximo el proceso de exterminio en las cámaras de gas, y el 27 de enero de 1945, cuando llegó el Ejército Rojo, solo encontró a poco más de 1.000 prisioneros vivos en el campo principal de Auschwitz.
2. La fábrica de IG Farben
El complejo industrial IG Farben contenía, además de la fábrica y el campo de concentración y exterminio de judíos, el campamento E715 de prisioneros de guerra. Allí llegó, entre 1943 y 1944 (¿cómo saberlo?), el soldado inglés Denis Avey, detenido por la Wehrmacht en la campaña africana.
Si bien los prisioneros de guerra también debían realizar trabajos forzados, al principio los mantenían alejados de los judíos durante el día, en un régimen relativamente más benigno, y de noche los mandaban a sus medio decentes barracones. Sin embargo, la separación estricta retrasaba la producción, y los nazis necesitaban que las cosas se hicieran rápido. Pronto los judíos y los prisioneros de guerra comenzaron a trabajar codo a codo, aunque los segundos no estaban sometidos al asesinato indiscriminado, la muerte súbita y el exterminio selectivo.
Trabajaban 11 horas por día. Avey lo hizo durante varios días con un judío llamado Franz. Una mañana no apareció y Avey preguntó por él. Otro judío señaló hacia un galpón y dijo: “se fue por la chimenea”. El galpón era uno de los crematorios contiguos a las cámaras de gas.
No le pareció nada especial. En la fábrica veía morir judíos a diario. Unos eran asesinados a patadas y culetazos por los SS o los kapos, y otros caían víctimas del agotamiento y el hambre. Los judíos comían, una vez por día, una horrible sopa de cáscaras de papa; la de los prisioneros de guerra tenía las papas, y además recibían algo de pan y alguna lata de carne enviada por la bastante ciega Cruz Roja.
Los cigarrillos funcionaban como moneda. Cualquier cosa que se pudiera comer era de valor para los judíos: solo así podían asegurarse algunas calorías de más, la posibilidad de vivir un día más. Algunos soldados solían regalarles cigarrillos cuando los recibían de algún familiar gracias al correo de la Cruz Roja.
Además de estos favores a las víctimas judías, los prisioneros de guerra servían a la causa aliada con pequeños actos de sabotaje, como soldar mal los gasoductos o cortar los cables de las conexiones eléctricas. Pero llegó un día en que a Avey eso no le bastó. Ocurrió cuando se le acercó un judío holandés, Hans. Aunque Avey nunca estuvo seguro de que se llamara así. Casi nadie daba su nombre real.
Tenía el rostro alargado, pómulos salientes y estudios. Congeniaron en susurros mientras construían el primer piso de un edificio, adonde los guardias no subían. Fue el comienzo de una locura sin sentido. Sin sentido, y quizá por eso invalorable.
3. Avey se cuela en Auschwitz III
Pasaron las semanas. Avey y Hans hablaban cada vez con más frecuencia. Por la noche los dirigían en columnas hacia sus respectivos campos: Avey iba hasta el E715, con sus catres de cuero y su mala comida, y Hans se arrastraba hasta Auschwitz III. Rara vez los judíos decían algo sobre su sector del complejo IG Farben, pero Avey deseaba ver lo que ocurría para, si Dios así lo quería, dar su testimonio tras la guerra. Aun cuando Dios hubiera abandonado ese lugar.
De manera que la idea del intercambio surgió por curiosidad. Si lograban organizarlo, Hans dormiría una noche en el campo de Avey: podría descansar y tendría comida en relativa cantidad -tendría comida-. Tenían sus vidas que perder, pero pensaron que el intercambio, así fuera por un día, lo valía.
Idearon un plan. Un tío le mandaba a Avey un paquete de cigarrillos cada mes. Tenía suficientes para sobornar a los kapos de su grupo de trabajo y el de Hans, y para pagarles a dos soldados y dos víctimas judías para que cooperaran. Unos y otras le dijeron, por supuesto, que era un idiota, pero aceptaron esconderlos.
Avey se rapó la cabeza y aprendió a imitar a los prisioneros judíos: mimetizó la fatiga, el hambre, la joroba, la tos, el modo de arrastar los pies. El día elegido consiguió parecer rendido y se maquilló las mejillas con tierra para obtener la palidez de los esclavos. Caía la tarde cuando se escondió en un cobertizo de madera donde solía meterse los días lluvia.
Esperó. Hans lo había visto escabullirse, pero demoró en decidirse. Por fin abrió la puerta y, ahora sin vacilar, entró. Se sacó su piyama a rayas, en realidad un pedazo de tela infestado de piojos y con años de suciedad, y lo arrojó a los pies de Avey. Él le dio su uniforme militar y se vistió, a pesar de las náuseas, con la ropa de los personajes de Kafka (aunque, a diferencia de ellos, Avey había renunciado a la Convención de Ginebra por su propia voluntad). Salió del cobertizo mientras se colocaba la cinta con la estrella de David en el brazo derecho.
Se acercó a la fila de prisioneros judíos y sintió que había roto un engranaje de la omnipotente maquinaria nazi. La sensación le duró los minutos que tardaron en ir desde la fábrica hasta Auschwitz III. En la entrada del campo había decenas de cadáveres amontonados. Encima, una inscripción indescifrable: “Arbei Macht Frei”, el trabajo te hace libre.
Hacia adelante, el punto de llegada era un extensa prisión a cielo abierto atestada de fantasmas que llevaban las mismas ropas que él. Ahora era uno de ellos. Percibió el hedor de los crematorios y observó, colgado de una horca, un cadáver putrefacto e inmóvil. Ni los guardias ni las sombras le prestaron la menor atención. Los contaron y los separaron. Enviaron a los más débiles a las cámaras de gas. A Avey y los demás los empujaron hacia los barracones, cuartos sin ventanas, de aire viciado, con tres pisos de camas de madera.
En otro barracón, oculto entre los prisioneros de guerra, Hans untaba carne enlatada en un rico pedazo de pan. No tardó en dormirse. Soñó con el olor a tierra mojada de los frondosos bosques de su país.
Fuentes bibliográficas:
Avey, D. y Broomby, R. (2013). El hombre que quiso entrar en Auschwitz. Madrid: Ediciones Martínez Roca.
Rees, L. (2005). Auschwitz: los nazis y la Solución Final. Barcelona: Crítica.
PUNTO DE VISTA
No estamos exentos
Por Jonathan Karszenbaum / director del museo del Holocausto de BS.AS.
Auschwitz es difícil de pronunciar, no solamente por la composición de sus consonantes sino porque se ha convertido en un límite simbólico para la Humanidad. Para recordar el Holocausto, el exterminio de seis millones de judíos perpetrado por la Alemania nazi, el mundo eligió la fecha en la cual los rusos llegan al campo de Auschwitz, un 27 de enero de 1945.
Pasaron 75 años y cuarenta líderes mundiales se reunieron en Israel con motivo del aniversario gracias a la conciencia internacional de que aquellas condiciones que le dieron lugar al horror puedan ser recreadas. No estamos exentos de repetir la barbarie, por lo que debemos redoblar los esfuerzos para promover la convivencia pacífica y los derechos humanos.
La Argentina es un ejemplo de vanguardia en la región por el compromiso con la memoria del Holocausto, una auténtica política de Estado.
En este camino de transmisión y educación, el Museo del Holocausto de Buenos Aires se ha remodelado por completo e incorporó nuevas tecnologías y herramientas pedagógicas pensadas para enseñar la Shoá a las próximas generaciones. Este es nuestro compromiso inquebrantable con las víctimas y con el legado de los sobrevivientes. A pesar de las dificultades y del dolor, debemos pronunciar Auschwitz, por más difícil que sea, para construir un futuro mejor.